importado: sobre festejos y cánticos
Independientemente del tenor de la fiesta, del ánimo del festejado y del calibre, número y naturaleza de sus invitados, en todos los cumpleaños se repite un idéntico ritual: se apagan las luces, caen algunos vasos por la torpeza de los que conocen poco la casa y la disposición de los muebles, entre el caos y el griterío se alcanzan a distinguir las palabras "tres deseos" o "hagan lugar en la mesa"; alguien pide más bebida, alguien pregunta de qué está rellena la torta. Se prenden una o más velas o cualquier otra cosa que pueda cumplir esa función y todos cantan al unísono la más siniestra de las melodías que haya creado el hombre: el Feliz Cumpleaños.
El más extrovertido o el más borracho de la fiesta comenzará a vociferar el cántico, acompañándose con las palmas. Lo seguirá, de mala gana, el diez porciento de los invitados. El resto sólo aplaudirá durante y al final de la interpretación. Nadie entonará jamás. Nunca se pondrán de acuerdo entre decir el nombre del homenajeado, su apodo o su nickname. Pocos comerán torta.
El Feliz Cumpleaños es una canción fea, lúgubre y musicalmente nefasta, y cantarla es de lo más engorroso. Pero si llegase a faltar este hito en la celebración, el cumpleañero seguramente echaría a todos sus invitados de su casa y se encerraría en su habitación a mirar viejas temporadas de Friends y a llorar desconsoladamente hasta el día siguiente.