en verano
Nuevamente el calor y mi inexplicable y ridículo terror a los ventiladores de techo.
Salimos a una especie de balaustrada, una prima y yo. Había alguien más, no sabría decir quién, un amigo sin nombre o algún novio olvidado o a punto de. Íbamos a ver la casa nueva, bastante amarilla. Veníamos de la habitación de prima mayor, pero cuando salimos todo era un barco, incluso el balcón; un barco y un muelle y también una fuente, y todo cercado por paredes altísimas, y en el medio el agua. Los perros, dos boxers atigrados, nos acompañaron: uno nos seguía, el otro se adelantó un poco. Los marineros trabajaban en el barco-muelle-puerto, cargando bolsas y atando sogas gruesísimas. Eran largos hombres ridículos y siniestros, con camisas a rayas rojas y pantalones arremangados. Uno se nos acercó y nos recordó que no podíamos mirar para atrás, nunca. Todo el tiempo, por alguna razón, teníamos miedo. En la voz de la prima latía un poco de resignación y de tristeza.
Por el borde del muelle fui bajando hasta llegar a la fuente, situada al límite de un lago de agua negra. La fuente era enorme y estaba llena de esculturas de piedra blanca. Era imposible distinguirlas, o quizá representaban algo que no conocía.
Al mismo tiempo que gritó el marinero más alto, cayó al agua el perro. Lo vi chapotear en el agua como brea y nadar hacia el borde opuesto al de la fuente con gran tenacidad, como si supiera. Tuve que girar todo el cuerpo para seguirlo con la vista; era de suma importancia jamás darse vuelta. A mitad de camino, un poco antes de que el perro llegara a la orilla del muelle, escuché los gritos de pánico de mi prima, sentí el terror helado de los marineros. Por debajo de la fuente, abriéndose paso por el lago sombrío y pegajoso, como una avalancha de nubes, habían emergido Los Mitológicos. Eran de piedra y custodiaban la fuente y el lago negro. No pude verlos a todos. Recuerdo un cancerbero, dos o tres centauros, varias sirenas, uno con un tridente y cola de dragón, una mujer que podría haber sido Medusa, un minotauro, un animal con cabellera de fuego, muchos faunos. La legión de Mitológicos cazando al perro bajo una luz amarillenta y espesa como sémola.
Corrí por el borde del muelle hasta la balaustrada, los marineros gritaban “adentro, adentro”, se formaban en línea, levantaban sus arpones. Corrí como si flotara, cerré la ventana tras la balaustrada, no pude mirar hacia atrás.
El arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, se pronunció en contra de la -sorpresiva- decisión de Mauricio Macri de no apelar el fallo que autoriza el matrimonio entre Alex Freyre y José María Di Bello, horror, dos varones. Se pronunció, en definitiva, en contra del fallo mismo.
Su observación es que la sentencia es "absolutamente ilegal". Es decir: es ilegal en cuanto que declara inconstitucional un artículo del Código Civil –el que impide el matrimonio entre personas del mismo sexo–, atentando, por ende, contra la composición tradicional de la familia nuclear.
El cardenal Bergoglio considera que la familia heterosexual es garantía de salud social, sólo por el mero hecho de adecuarse a los parámetros que impone la moral cristiana. Es típico de la Iglesia exponer sus puntos de vista, tremendamente dogmáticos, sin hacer el mínimo correlato con la realidad sobre la que argumentan, como también suele ser típico de los jueces sucumbir ante las presiones de los altos mandos eclesiásticos, con los que a menudo tienen estrecha relación, y legislar en concordancia con estas presiones.
La constitucionalidad, la legitimidad otorgada a un código en orden de regular el funcionamiento de la sociedad, está fundamentada, en gran parte, en el criterio de los jueces al interpretarlo, y en su manera de impartir la justicia basándose en ello. La condición dinámica de las sociedades obliga permanentemente a los jueces a rever su interpretación del Código. Sólo así la justicia, que es concepto y letra, puede reacomodarse a la realidad social y satisfacer sus verdaderas necesidades, trasformándose en praxis.
La ley no puede, no debe, separarse tan escandalosamente de un estado concreto de cosas.
La Iglesia no comparte esto, porque su mayor provecho está dado en la desestabilización que genera el divorcio entre las leyes y la realidad social. Pasa con el aborto, pasa con las drogas, pasa con la educación sexual. Los mayores progresos sociales y civiles fueron siempre su mayor derrota. Su eterna batalla será la de impedir que la ley avance en conjunto con el devenir social, acompañándolo.
La jurisprudencia que sentó la Corte respecto del casamiento entre homosexuales apunta a que esto se transforme en norma. No puede ser ilegal la instauración de nuevas y diferentes libertades, de nuevos códigos sociales y civiles, más acordes a su tiempo y a las prácticas que efectivamente circunscriben, por el sólo hecho de desoír las otras leyes, las de la Iglesia, que cristalizan mandatos arcaicos que no reflejan ni responden a gran parte de una realidad concreta, y que no tienen competencia civil más allá se su incidencia en el plano moral.
Esta es, en el fondo, la ilegalidad que “denuncia” el cardenal: la legitimación de un fallo que atenta directamente contra el seno de sus creencias, y que apunta, precisamente, a desarticular esta otra normativa, la que arremete contra la libertad de las personas que no responden a la sacralidad de la vida católica justamente por haber nacido de ésta, buscando mantener viva una estructura funcional a sus intereses que no se condice, desde hace rato, con la realidad viva de una sociedad orgánica.
La ilegalidad está, para Bergoglio, en la ampliación plena de horizontes de vida, en el desacato a su moral hipócrita, obsoleta y arquetípica y en el total y maravilloso desacato a su Iglesia.