viernes, 8 de julio de 2005

.¡toma esto, asquerosa dimensión! hoy: el anillo

CUANDO tenía doce años, mi mamá me compró en una feria de Villa Gesell un montón de anillos de diferentes formas. Todos costaban un peso, todos eran de la misma calidad y del mismo material, y todos fueron adquiridos en el mismo lugar. Entre esos anillos, había uno que era un rosario vasco, plateado, muy brillante. Tenía, en la parte que rodea el dedo, una hilera de bolitas en relieve, y la cruz era muy delicada y muy prolija. Ese anillo me entró perfectamente en el anular izquierdo, a diferencia de los otros, que probaron todos los dedos hasta encontrar el que les correspondía. Y fue el único que con el correr de los años permaneció ahí, sin oscurecerse ni deformarse, sin perderse u olvidarse entre mis demás baratijas o los designios pasajeros de la moda de turno, inclusive sin dar cuenta del evidente crecimiento de mi mano durante esos años.
Mucho tiempo después, me fui de vacaciones con mis primas. Tenía diecinueve años, y aún conservaba el anillo. Una mañana, fuimos a la playa con Paula, la mayor. Tiramos la lona en la arena, en medio de un médano enorme, y, como yo estaba algo quemada, me saqué el anillo para ponerme bronceador, ya que las bolitas de metal me lastimaban al rozarme la piel. Puse el anillo al costado de la lona
y me olvidé completamente de él. Así pasó todo el día, hasta que a eso de las seis, cuando el sol empezaba a caer y aparecían algunas nubes, decidimos irnos. Nos levantamos, y yo agarré la lona por una punta y la sacudí para quitarle la arena. Terminamos de guardar todo y nos fuimos.
Esa noche, mientras me bañaba, noté la marca del anillo en mi anular izquierdo. Entré en pánico. ¡No podía ser tan idiota! La desesperación creció cuando recordé
dónde había dejado el anillo, y se convirtió en total angustia cuando empezó a llover a cántaros. La lluvia, la arena revuelta, la marea alta, el anillo. Sólo atiné a llorar desconsoladamente.
Al mediodía siguiente, con el sol de nuevo quemando rabiosamente, Paula y yo volvimos al médano. Rastrillamos la arena lo mejor que pudimos, resignadas, pero por el sólo hecho de poder decir que al menos lo habíamos buscado. Pero era buscar una aguja en un pajar. Habiéndolo dado por perdido, con todo el dolor del mundo, tiramos de nuevo nuestra lona, en el mismo lugar que antes, y nos sentamos al sol. En completo silencio, como velando a un muerto, Paula apoyó suavemente una mano en la arena, al borde de la lona, y comenzó a cavar un hoyito ínfimo, minúsculo, jugando con los granitos tibios entre los dedos. Y con total naturalidad,
levantó la mano y me ofreció el anillo, entre risitas nerviosas de ambas e indisimulable estupefacción. El anillo había sobrevivido al calor de todo un día, y al frío y la lluvia de toda una noche, y nuevamente a la arena hirviendo del mediodía, siempre en ese lugar, como si me hubiera estado esperando. Deformado por el sol, lo tomé entre los dedos y me lo puse sin ningún esfuerzo en el anular izquierdo.

COSA 'E MANDINGA! (@_@)