silencio
Cuando yo era chica, la calle de mi casa era un hervidero de ruidos. Risas, chicos, vecinos. La gente se pasaba horas en la puerta de su casa, improvisando austeras tertulias de mate y cumbia, mesas y sillas de plástico en la vereda, el vecino de al lado, el del otro lado, el de la esquina, los de la vuelta, alguno de la otra cuadra.
Mis vecinitas y yo también ganábamos la calle y jugábamos a las escondidas o mirábamos libros de animales hasta que se hacía de noche. Entonces entrábamos a bañarnos, para salir de vuelta con mejores ropas, rodeadas de luciérnagas. Horas y horas hablábamos, con nuestras vecinitas. A veces venía alguno de los chicos de la vuelta, y charlábamos todos juntos.
La calle rugía como un monstruo, estaba viva, tenía una identidad. El nombre de la calle era el nombre del vecino más sociable: la de Mary, la de Juan, la de quien fuera.
Gradualmente, la calle se fue apagando, la música, cada vez más espaciada, hasta casi desaparecer. Nunca más vi una luciérnaga. O un sapo. Casi no hay caracoles ni grillos. Los pájaros, ahora, cantan de noche.
Durante el día, el sonido ambiente es el tintinear de las herramientas del taller de enfrente, y alguna que otra frenada en la avenida.
Prestando atención se descubre dónde fueron aquellas voces ahora mudas. A través de las ventanas, cuando el ronroneo del tránsito mengua un poco y los perros no ladran, se oye el sonido de las ventanitas del messenger, y su fría melodía de tres notas.
Curiosa involución social: aquellos que antes fueron amigos, ahora son sólo contactos.