— Vení, vení — me decía Alicia, desde la ranurita que dejaba la puerta entornada.
Yo me paralizaba y la miraba con los ojos todos redondos, a veces hasta con miedo. Vieja, renga, quejumbrosa y oscura, nunca se sabía con lo que podía salir Alicia. Pero yo siempre iba.
Podía pasar que me gritara por jugar en su vereda, o porque le pisara el pasto o le saludara a la perra, que no me acuerdo cómo se llamaba y era toda negra y cachorra y muy quilombera, y mordía despacito, de mentira. Yo le jugaba porque la pobrecita estaba todo el día atada en el fondo, y me trepaba a la medianera y le decía cosas y la verdad es que medio la enloquecía pero, pobrecita, siempre atada en el fondo.
Pero a veces no era nada de eso. A veces Alicia entornaba la puerta y me chistaba, y me decía "vení, vení", y abría un poco más para que yo entrara, después de haber encerrado a la perra atrás.
Adentro, la casa estaba llena de porquerías. Las repisas y estantes eran un muestrario de angelitos, elefantes y patos de cerámica, perros de yeso, portarretratos, estampitas, rosarios, mamushkas, muñecas de porcelana, payasos, candelabros y mantelitos tejidos al croché.
— Tomá, nena — y me daba una agarradera de matelassé.
Cada cosa en aquel lugar, por ínfima y horrible que fuera, significaba algo para la solterona Alicia, y la que ya no significaba, me la regalaba a mí. Yo corría, aunque Alicia me dijera que no corriera, y se la regalaba a mi mamá, aunque mi mamá me dijera que me la quedara.
Yo jugaba sola, casi siempre. Me gustaban las hormigas, los caracoles y los gatos. Eleonora, la madre de mis vecinitas, les prohibía esporádicamente jugar conmigo, porque yo no había tomado la comunión y no era una buena influencia para ellas. Y Alicia me veía ahí, clasificando bichitos y pájaros, y quizá sintiera un poco de lástima por mi soledad aniñada e inocente, así como yo sentía lástima por la suya, vetusta y probablemente merecida; y me llamaba, "vení, vení", y me regalaba cositas inútiles, o caramelos, o lápices de colores.