lunes, 20 de agosto de 2007

Apenas me senté le dije que me iba a matar. Que era algo casi natural, que lo sabía desde los dieciséis años y que de todas maneras era asunto mío y nadie podía inmiscuirse. Debo haberlo abrumado un poco, porque levantó las cejas y abrió mucho los ojos, pero no dijo nada. Opté por no dar detalles porque la gente todavía no está acostumbrada a respetar ciertas decisiones. Morir, no nacer, cambiar o abandonarse son todavía asuntos de Estado. Me preguntó si le había contado a mamá. Por supuesto que no. Un hijo es parte de sus padres, la muerte de un hijo es una amputación. Un hermano es el afuera, cómplice o enemigo, y por eso frente a él somos más libres y más frágiles. Tampoco dejaría notas, cartas o explicaciones, más que la vaga e imperfecta idea de que las personas son las huellas que van dejando en los otros, y que cada unos sacara sus conclusiones. A mí ya no me importaba nada.

— Al final uno es más bien un péndulo; va y viene entre la carroña benéfica del recuerdo y la imposición de forjarse un futuro respetable, y en ese vaivén el presente se te transforma en una nada borrosa y cínica —.

Pero mamá nunca lo entendería. Me levanté.

— Una sola cosa te digo: si querés conservarla para vos, después, tal como la conocés, ni se te ocurra decirle que sabías. Eso es traición.

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