QUÉ feo que es cuando
uno va en el colectivo, generalmente bastante tarde un día hábil de la semana, y cerca suyo tiene una prejita, en realidad no una parejita sino simplemente una chica y un chico, ambos de treinta y pico; y el chico habla y se ríe y trata de ser simpático y divertido, de dejar esa marca indeleble en la memoria de la chica, pero ella no habla demasiado y se ríe con una mueca entre nerviosa y hastiada; y entonces uno los observa un rato, durante todo su viaje o el de ellos, nota que la chica lleva en las manos una cajita circular con dibujitos llamativos, indudablemente una cajita de pochoclos de algún complejo de cines de Palermo o Recoleta, donde fueron a ver una película malísima que en realidad no importaba en absoluto, lo mismo que la cena antes y los tragos después, porque todo era parte del “plan maestro” de nuestro chico para ganarse a nuestra chica, y entonces después se toman el bondi porque para taxi ya no da, ya no da para nada, en realidad, y ahí está uno sentado uno o dos asientos más atrás y en diagonal, de modo que nunca podría evitar ver cómo al llegar a su parada el chico quita tímidamente el brazo del respaldo del asiento de la chica, la saluda, le dice tres o cuatro torpezas tratando de salvar lo más que le sea posible de su naufragio inevitable, y cuando baja por las escaleritas del colectivo vuelve la cabeza varias veces, y ya en la vereda, y esto es lo más triste, se va caminando despacito, esperando que el bondi arranque, y cuando le pasa por al lado y él levanta la vista y busca a su chica para quedarse con ese último saludo, esa última mirada fugaz e imprescindible, con ese permiso implícito para llamarla de nuevo
ella da vuelta la cara y mira fijamente los carteles de neón por la ventanilla, con la mirada, la mente, el corazón y las ganas en cualquier otra parte.