jueves, 28 de abril de 2005

.jueves a la madrugada

HABIAMOS salido a navegar, mi amiga (que a veces era muchas personas diferentes), la madre y yo. En realidad nunca llegamos a embarcar, era sólo la idea de navegar, una intención persistente, pero siempre terminábamos mirando la costa desde tierra firme, metiendo los pies hasta los tobillos en un mar tan espeso y perezoso que daba asco.
Era de noche, siempre, con una oscuridad sobrenatural. Para llegar a la casa de mi amiga, debíamos cruzar el mar viscoso en un bote colectivo, una suerte de tranvía flotante que llevaba de ida y vuelta a los habitantes de la isla donde ella vivía. El bote era de madera clara, con asientos prolijos y cuidados, tapizados de naranja.
Yo tenía que sacar el boleto para mi amiga y para mí, porque la madre ya lo tenía, o algo por el estilo. Ya dentro del bote, me dí cuenta de que sólo tenía un boleto, y me era imposible bajar a sacar el que me faltaba. De modo que pasé primero, y arreglé una manera de darle a mi amiga el mismo boleto que había usado yo para subir al bote. La idea era que fuéramos hasta la parte de atrás (que era enorme) y nos mezcláramos entre la gente, y en el tumulto sería más fácil pasarle el boleto usado.
Caminé unos metros hacia el fondo del bote, que de pronto se transformó en una sala de espera, y cuando cruzé la mitad el bote entero era todo un hospital, pintado de gris y completamente vacío, salvo por dos tipos parados en cada punta del salón. Antes de poder darme vuelta y volver, me ví acorralada por un hombre vestido con un traje azul que me cortó el paso. Los tipos se hicieron una seña y me agarraron cada uno por un brazo, y sin que pudiera moverme, el de azul me clavó una aguja en la mitad de la espalda y me inyectó un líquido muy frío que me dejó completamente paralizada.
No recuerdo haberme desmayado, pero de pronto estaba acostada en una cama. La madre de mi amiga se escondía detrás de una puerta y mi amiga, que miraba asomada desde el umbral, empezó a deformarse como si se estuviera pudriendo viva. Mientras ella me miraba, yo sentía que el líquido que me habían inyectado me carcomía por dentro con un dolor insoportable, y las sábanas de la cama en la que estaba acostada se me enredaban en el cuerpo. Lo último que sentí fue cómo me empezaba a desgarrar a la mitad, desde la cabeza hasta la mitad del estómago.

Justo ahí me desperté. Mechi no estaba, así que los únicos que escucharon los gritos fueron los vecinos y el gato.