MI amiga de la secundaria se llamaba Ani y era hincha de River. Un día, su papá le dijo que la iba a llevar a la cancha, y ella quiso compartir eso conmigo. A partir de entonces, de vez en cuando íbamos Ani, su papá y yo a la cancha, siempre de local, porque decían (nuestros padres) que era más seguro. Teníamos diecisiete años.
En mi casa parecían tener la extraña creencia de que hasta los diecisiete años la gente es idiota e incompetente y que, en realidad, uno aprende todo de golpe y por lo tanto se transforma en un ser independiente, responsable y capaz automáticamente el día de su cumpleaños número dieciocho. Pues bien, un día, el padre de Ani nos dijo que ese domingo no podía llevarnos a la cancha. Estábamos en Septiembre, y las dos cumplíamos dieciocho años en noviembre. El padre de Ani decidió dejarla ir en paz, de manera que ir o no ir dependía directamente de mí. Yo sabía que la postura de mi papá era inamovible: después de los dieciocho, todo; antes, nada.
— Papá, el padre de Ani no nos lleva a la cancha este domingo...
— ¿Entonces?...
— Entonces vamos las dos solas, porque ya fuimos antes y sabemos cómo viene la mano.
— De ninguna manera. Porque hasta que no tengas dieciocho...
— Pero date cuenta de que dos meses no hacen la diferencia. Es ridículo.
— Bueno, no me interesa. Las cosas son así.
— ¿Pero vos te das cuenta de que es cualquiera, no?...
— Bueno, ¿¡sabés qué, Laura?! HACÉ LO QUE QUIERAS.
— Ok...
Y me fui a la cancha con mi amiga Ani, porque eso era lo que quería. Mi papá estuvo una semana sin hablarme.
Esta misma secuencia se repite ahora, proyectada en otro. Pero a este no puedo doblegarlo. A este otro lo elegí, en una peculiar forma de suicidio.