ALLA por marzo de 1987, yo entraba con mi guardapolvito blanco a un aula de 1º grado de la escuela nº 31 de Banfield, después de jurarle (mentirle) a mi mamá que no me importaba ni que ella no se quedara ahí esperandome en la puerta, ni que las horas de clase fueran cuatro en lugar de media, como yo creía. Justo al lado mío se sentó una nena de cara redonda a quien llamaremos J. Fue la primer persona que me dirigió la palabra en la escuela primaria. No, no se convirtió en mi amiga de toda la vida. Detesté su vocecita chillona, su verborragia irrefrenable, el alarde que hacía de sus lápices de colores y las puntillas que su histérica y escandalosa madre le había cosido al cuello del guardapolvo. Yo siempre digo que aquella primera y agobiante impresión que me dejó J. ese día resume la impresión general que me llevé de la escuela primaria y de (casi) todos los que la hicieron conmigo.
Hoy, casi veinte años después, J. me llamó a la casa de mis padres para invitarme a una Fiesta del Reencuentro, o alguna atrocidad semejante.
Já.
Ni-muerta.